viernes, 6 de noviembre de 2009

El Día de la Colada

No hay nada en la vida que aborrezca más que el día de la colada. Es el engullidor de miles de horas productivas, el devorador de días sin fin. Cada instante de dilación, desde el momento en que empiezas a mirar muy cuidadosamente una camisa que cualquier persona racional tacharía de sucia, al punto en el que ya no tienes ropa interior a la que darle la vuelta para alimentar a “la bestia”, siempre a la espera de que ese envidiable día libre llegue; es entonces cuando, ingeniosamente, te dices a ti mismo:

“Bueno, tengo un poco de tiempo libre, podría hacer la colada.”

Lo siguiente que sabes, 10 años más tarde, es que lo más interesante sobre ti son las pegatinas de tu parachoques.

“Salva a una vaca, cómete a un vegetariano.”

“El otro coche de mi esposa es una escoba.”

“Yo estuve en la Expo del 92”

El día de la colada ha consumido tu juventud.

Multiplica tu pavor por diez si tienes que abandonar tu querido hogar para lavar y planchar tu ropa, justo como estoy haciendo yo en este preciso momento. Si no tienes una sala común de coladas, hay lugares donde puedes hacerla pagando. Hay ásperos fluorescentes que zumban, y escuchas conversaciones en “ve-a-saber-tú” qué idioma. El olor de miles de restos de pastillas de detergente sin limpiar. Un olor dulzón producido por flores que nunca encontrarás en la naturaleza. Un aire fresco primaveral que nunca ha volado. La frescura de un millón de montañas que no se pueden encontrar en ningún mapa. La milicia errante de conejitos de polvo, creados en un momento donde la gente era lo suficientemente pensativa como para limpiar una maraña de hilos, pero no lo suficientemente decentes como para echar las viejas fibras, de billones de rebecas, a la basura. Niños que corren y se tiran encima de ti. Carritos de la colada con tres ruedas que cojean tanto como un viejo cascarrabias y que tragan calcetines cuando nadie mira. El circo al completo hechizado por la etérea forma parecida a un fantasma de los boletos de la secadora ya expirados.

“A todos aquellos que entréis aquí, abandonad toda esperanza.”

Añade cincuenta puntos de horror si la primera parte de tu batalla diaria es una aventura por descubrir qué ropa no apesta, para poder vestirte con ella. Coge toda pieza de ropa que tengas, guárdala en la mochila y ponte los zapatos en los pies. No harás dos viajes. No, tú no. Quieres llevarte todo lo posible con un solo movimiento de espalda. Ropa, detergente, el boleto de la secadora, suavizante, una pelota suave, Woolite, Colón para negro, Ariel con lejía, Elena con lejía para que los colores perduren. Un buen libro, o en mi caso un ordenador portátil. Cigarrillos, una o dos bebidas, una bolsa de patatas, una foto de alguien querido, un testamento. Solo coges lo esencial. Las cosas que necesitas llevar a la sala de la colada para una larga estancia. Cualquier cosa que no puedas llevar, se queda sucio. Levantas todo como un gitano; un nómada beduino. La cuerda de nylon de la barata y pobremente diseñada bolsa de la lavandería se clava en tu mano, donde tú mantienes la estabilidad. El ribete rojo en tu antebrazo, donde el peso fue distribuido lo menos uniformemente posible, es una marca de valientes, una señal de tu coraje. Un recibo para tener derecho a pasar. Ahora sí que eres un ser humano. Ascendido desde pellejo y pieles, a cosas que necesitan ser lavadas en un ciclo delicado. Una camisa hawaiana. Solo en agua fría. No meter en secadora.

Otórgate a ti mismo cincuenta puntos de ingenio si fuiste lo suficientemente listo como para comprar detergente de una marca desconocida, para así poder gastarlo todo y no tener que cargar con él de vuelta.

Bien. Estás aprendiendo.

Añade setenta y cinco puntos a tu índice de ira por cada vecino impaciente e insensible en la habitación que siente la necesidad de vaciar tu secadora/lavadora/carrito tres segundos después de que tu ciclo de uso haya terminado. Todos poniendo ojitos de cordero degollado y moviéndose como reinas de la colmena. Cuando vuelves a la habitación ves una montaña húmeda con tus inmencionables cosas sobre una mesa de doblado que no ha sido limpiada desde su creación. Tus ojos acusadores escanean la habitación, haciendo contacto con los de otra persona con la misma frecuencia con la que llueve en el Gobi. Miras incrédulo a tu “montaña”. Sangrando en el linóleo. Sentándote flácido. Continuamente mirando hacia atrás mientras te acercas a la secadora.

No olvides tus boletos. Aspiramos a tener un frescor de verano. Obtenerlo es una prioridad. No importan tus fantasmas. Ya atormentarán a cualquier otro.

Otórgate el premio “embotellamiento” por la próxima prueba que se celebrará en la mesa de doblados. Codo con codo, hombro con hombro, todo el mundo dobla, con sus brazos totalmente extendidos de una u otra forma para conseguir sitio. Al lado tuyo, un hombre intenta doblar una camiseta sobre su cabeza. Es como si en una zona de la habitación el universo hubiera apagado la gravedad. Solo en esa camiseta. Mirando a tu alrededor te das cuenta de la clase de cosas que tienen escritas las camisetas:

“Bienvenido a Albuquerque. Ahora vete a casa.”

“Nuevo México, ahora un 75% más limpio que el México normal.”

Menos mal que Pedro Duque llevaba un traje espacial. Doblar la ropa en el espacio debe de ser un poco extraño.

Dobla tu ropa y apílala. Más alto que ningún otro. Se reirán de ti. También se reían de la gente que quería hacer la Torre de Babel. Apila rápido y apila alto. Primero las camisas y los jerseys. Después pantalones y camisetas. Luego calzoncillos y demás cosas de tal índole. Otórgate un bonus competitivo de once puntos si soplas a escondidas a las pilas de ropa de tus vecinos; desde la comisura de tus labios. Si la pila de alguien de desmorona, míralo por encima del hombro y tranquilamente di: “El hombre escala a la grandeza con los cuerpos de sus enemigos”. Sigue doblando. Cualquier cosa por alcanzar los cielos. Si consigues llegar al cielo, pregúntale a Dios por qué no crea “frikis” que inventen ropa que se limpie sola.

Pide perdón por decirle a la única madre que su hijo hubiera estado mejor jugando con las agujas desechadas por los drogadictos en el parque en vez de estar preguntándote a tí si había algún videojuego en tu ordenador portátil. Cincuenta y tres veces.

Réstate treinta y tres puntos innecesarios para la investigación de por qué demonios la ropa, que antes cabía en tres bolsas, ahora ocupa cuatro. Se resiste a ser transportada en tres. No lo racionalices diciendo “¡Menos suciedad debería significar menor volumen!” o “¡Deberían ocupar menos! ¡Están dobladas!”. Tan solo apretújala toda dentro de tu mochila, dándote cuenta de que has desperdiciado tu tiempo doblándola y luego preparándola para el transporte.

Levanta tu colada recién lavada por encima de tu cansado hombro y dirígete a casa. Da igual lo que hagas, se va a arrugar.

Sal de la habitación. Te das cuenta de que hay aire en el mundo que no huele a secadora. Ahora estás en el futuro, así que cuidado con los coches voladores.

Ve a casa. Navega por las escaleras, canjea tus puntos y cómprate una siesta.

Te la has ganado.


M.M

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