Nunca hablaba en tercera persona por si al generalizar pudiera cometer un error garrafal. Pensar de ese modo le hacía sentir único como también el apagar el despertador, levantarse y expulsar una cantidad ingente de orina en el inodoro. Hacía las mismas cosas que sus vecinos por las mañanas y también acudía al trabajo en su automóvil como ellos, pero todo lo hacía y lo pensaba en primera persona.
Aquel día la batería de su coche había perecido para los restos y a las seis y cuarto se dirigía hacia la parada de autobús más cercana a su domicilio. Por el camino observó a dos ancianos paseando en chándal y cada uno de ellos portaba una bolsa de plástico vacía. Sin duda se sacaban a pasear el uno al otro y su herramienta plástica servía para depositar las heces del otro en un lugar adecuado por el ayuntamiento.
Fue una lástima. Llegó a la parada de autobús y pisó una mierda que, esperemos, no fuera de algún anciano que hubiese salido sin bolsa. Fue una pena. Se murió. Se murió de asco porque las heces eran verde pistacho y desprendían el olor más vomitivo del universo. Pero murió en primera persona y por eso es mi héroe.
B.B
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