martes, 23 de marzo de 2010

Yo-ho!

En la lejanía del mar, tras las brumosas espumas de las rutas marítimas y el oleaje abatido, se encontraba El Arriado. Extraño nombre, os preguntaréis, mas de un barco pirata se trataba. De las húmedas y quejumbrosas tablas no salía sino el hedor del salitre impregnado, de la sangre de los enemigos y de la pólvora de los cañones. ¡Doscientas batallas y cuatrocientos tumultos han aguantado! Regente diaria de vómitos y cañonazos, significaba más para una tripulación que el propio botín que en sus adentros aguardaba.

Expectante de las brisas, sus velas se hinchaban. Empujado por el viento, el mástil se amenizaba. El timonel a bordo, sus brazos estiraba. ¡Y todos gritaban Yo-ho! La quilla y la cola de timón se encargaban de bambolear la inmensa estructura y los pesados fuselajes hacían el resto. "Ningún bien trae el hacer oscilar así la nave", solían decir los grumetes. "El balanceo de la nave, no hace sino recordarnos que si no echamos las vísceras por el mareo, la bebida hará el resto", solían restallar los bucaneros menos tumbados por el efecto del alcohol.

El bauprés, siempre vigilante, cortaba las rachas de amenazantes monzones. La cubierta del castillo de proa, continuamente lavada por el incesante oleaje, no hacía más que crujir bajo el acuoso peso de las tablas caladas. La botavara, constantemente oscilante dependiendo del rumbo al que se dirigieran, no hacía más que peligrar la cabeza del timonel, que, con su firme vista, dirigía la nave hacia los lugares señalados. El foque y el aguilón, siempre pendientes de la vela anclada delantera, pululaban a sus anchas haciéndose parecer a una estampida de búfalos.

Sobre su cubierta, el maestre Gerald Henkins, más conocido como “Perro”, lidiaba con los nuevos grumetes que aspiraban a ser bucaneros. Era un hombre bastante corpulento, con un pelo largo y cano, un parche en el ojo y una sonrisa de hideputa que ni a puñetazos se le iba. A su lado, el contramaestre Herbert Jubër, más conocido por su apellido y las palabras “el sanguinario” detrás de él, se encargaba de trazar una ruta alternativa hacia Tortuga. Jubër era un hombre alto, con una inmensa fuerza y unos ojos azules que mantenía siempre abiertos lo máximo posible, para parecer un chiflado. Le faltaban varios dientes y el dedo meñique, el cual se lo comió él mismo en un mal momento de alta mar, significando que no le pagarían las cien piezas de a ocho que le hubieran otorgado si perdido en combate.

A ras del castillo de popa, cerca de las mortajas y la mampara de partición, se hallaba el artillero Ronald O’Greihy, llamado “Irlandés”. Se le apodaba así por dos razones: la primera era porque provenía de Irlanda, y la segunda por haber hecho estallar un bergantín con doscientos irlandeses dentro; otra de las razones por la que era artillero. Sin duda era el más llamativo, con unos fulgurantes ojos verde esmeralda y un pelo, tan salvaje como él, de un tono cobrizo. No solía caminar muy erguido, y siempre tenía su pálido rostro cubierto de hollín. Desperfectos, ninguno, excepto el mental. A su diestra, inseparable, siempre estaba el carpintero Gud Von nosequé, acreditado como “Von” por su impronunciable apellido. Von era un hombre fornido y no muy alto, que hacía las veces de cirujano gracias a sus dotes con el serrucho. Asimismo se encargaba también de las prótesis. No hablaba mucho, y, los momentos en los que lo hacía, eran contados; siempre con Irlandés.

Bajo la trampilla, al lado de la escalera del mástil, se hallaba la cocina. Allí habían unos siete u ocho grumetes sirviendo y un viejo bucanero que terminaba sus días como cocinero. Edgard Novell, también conocido como “Barba Antigua” o “Barban”, había perdido sus dos piernas en un enfrentamiento con los españoles hacía ya muchos años. Donde antes hubo carne y huesos, ahora había sendos palos de madera que, ayudados por dos muletas, le ayudaban a caminar. Su impedimento para batallar le había confinado en esa vieja cocina, y, aunque en su tiempo cobró las novecientas piezas de a ocho por la perdida de sus dos piernas, era más pobre que una rata. Entre las múltiples cicatrices de su cara se distinguían aún sus ojos azules, que tanta muerte habían visto. En cuanto a los otros grumetes, se hallaban allí por la misma razón que Barban, impedimento para batallar.

El timón, siempre ofreciendo resistencia a las corrientes marítimas, era continuamente retenido por las manos del timonel, Jules Garen, al cual llamaban “Manos”, por su rango y por su habilidad con las pistolas de mecha corta. Siempre a su lado una brújula, un astrolabio y una carta de navegación. Tampoco faltaban la botella de ron y la pluma entintada. En cuanto a comportamiento, Manos era el más tranquilo. Quizá porque pasara demasiado desapercibido por no ofrecer una larga melena y una abundante barba que le comparara con los demás alcohólicos.

Arriba, sobre las nubes y el velamen, se hallaban el vigía y el alférez, que hacía las veces de mensajero del capitán si surgían problemas. El vigía era un hombre corpulento de pocas palabras y pensamientos. Tenía pendientes en sus dos orejas, porque había aprendido de las compañías del Este que, en varios puntos del lóbulo, había músculos para aumentar la vista. Era un hombre incansable, siempre con el catalejo observando al horizonte y a las aves rapaces. No tenía nombre, así que simplemente lo llamaban “Pájaro”. En cuanto al alférez, John Clementine Wells, apodado “Gamba” por su gusto a las mismas, no había que mucho que relatar sobre él. Incontables batallas había sufrido y le quedarían por sufrir. Pistolero y espadachín sobresaliente, que, con esfuerzo, le habían hecho ganarse el puesto de primero de a bordo, el rango más importante después del de capitán.

Bajo el castillo de popa se hallaba el camarote del capitán, más grande y más desordenado que la propia bodega. Dentro de él se encontraba el más hideputa de todos los hombres del barco, enterrado bajo montañas de cartas de navegación y el coma etílico del ron, el capitán James Edward Gesse. Sanguinario como Belcebú, Gesse había sido apodado por la Royal Navy “Barba Muerta”, por el hedor a muerto que desprendía su barba después de una batalla. Temido en los siete mares, era corpulento y alto a más no poder. Su largo pelo y su desordenada barba rubia no coincidían para nada con sus grises ojos. Diestro espadachín y ágil pistolero, le convertían en el hombre más peligroso del caribe inglés y español. A ocho capitanes piratas había destruido el barco y segado la vida, incluso había sobrevivido a enfrentamientos con Barba Negra y el capitán Kidd, antes de que cayeran en brazos de la muerte.

M.M

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