martes, 17 de agosto de 2010

Del mal uso del corazón y las hebillas

Y dame alas, quiero dejar de pisar este suelo porque el que te arrastras. Y quiéreme, que soy sal y lima y fuego en tus branquias. Que no sabes nadar sin mí, ni yo sé salvarte y no puedo hablar, ni cantar ni mirarte.

Y dame alas, corazón, quiero dejar de alimentar alientos muertos. Y pensamientos cansados de esperar, a nadie.

Pensé en ti, “dime algo nuevo”, al pasar por la calle en la que tropezaste y te partiste el labio. La sangre resbaló por tu barbilla y tu manga intentó en vano secarla. Se detuvo sola, al pensar que por ella no volverías a ser besado. Recuerdo a Recaredo, que siempre se reía de tu cicatriz mientras él no recaía en las suyas, que le hacían parecer esa imagen del rostro de Dalí en azul, rojo y amarillo. Sé que te gusta, no te repitas.

Mi mono ciego compone por mí y chilla cada vez que no le hago caso. Sí, tengo un mono de alucine. Y es tan fuerte que a veces, me zarandea como si yo fuera de trapo. No desiste, y creo que es por tu culpa, en parte. Tú me lo dejaste, al fin y al cabo, cuando cogiste carretera y tierra, cuando decidiste ser soldado. Soldado a unas caderas, digo, que parece que hiciste carrera en una armería, de lo bien que se te dio fundirte con el metal de sus pasos.

Y creo que ya puedo correr, mis piernas se unen al galope. No sé a dónde quiero llegar, yo…Miro al Norte. Y la oigo, ¡ahí llega! Claquean sus herraduras, rechinan sus espuelas. Y me escondo, ¡yo me escondo!, y la veo llegar. Y ahí está. Y no sé qué decirte ni a dónde mirar.

“Todos sois iguales”- Atino a murmurar, mientras me alejo del camino, con su cabellera colgada a mi cinto y escucho a tus últimas palabras llorar.


S.S


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