miércoles, 27 de octubre de 2010

Gâteau

Yo no sé, corazón, que se espera de mí. Miro mis manos cubiertas de chocolate para repostería y pienso en que a veces sí soy dulce.

Estoy mirando las huellas de harina que he ido dejando al dejar caer, gramo a gramo, la montañita que soportaba la cucharilla y pienso que soy débil.

Y luego me agacho a limpiarlo y me doy cuenta de que también ha goteado la moka, la yema y la mantequilla. Me doy cuenta de que no sólo ha resbalado la leche, de que no sólo he tirado el azúcar y de que también han escurrido los alegres fideos de colores.

Me arrodillo y el horno se ríe de mí con su mecánica voz de resistencia vieja. Le llamo por su nombre pero no me contesta. Antes, dejó de funcionar, cuando le puse el mote de “Führer”, porque su carácter dictatorial me obligaba a utilizar tiempos cortos de cocción y sólo los días en los que a él le apetecía. Una llamada al técnico le quitó la tontería. Ahora me odia y chamusca todo lo que introduzco en su rectangular boquita.

Miró mi rodilla izquierda y me maravillo con mi asombrosa capacidad para pringarme aún estando cubierta con un delantal que bien podría ser mi camisón. Soy una pringada. Soy una pringada y además llaman a la puerta. Tengo las manos pegajosas, los pantalones como si Rambo me hubiera arrastrado con él por el barro de Camboya y un pegote en la frente en el cual no repararé hasta que mi vecino me mire raro y directamente al entrecejo al abrirle la puerta.

Sí, qué quieres, intento hacer algo productivo y endulzar haciendo pasteles. Soy de las que si les dices que has tenido un día de mierda te van al día siguiente con una fiambrera (el Tupper está pasado de moda, ahora se lleva lo retro) llena de bizcochos de chocolate, pero sigo siendo un desastre, capaz de generar el caos universal desde mi cocina.

Por mucho azúcar que le eche, la pata de la mesa se interpondrá en mi camino y volaré con las orejas hasta aterrizar con la barbilla en la baldosa más cercana, y sí, tampoco sé untar, ni espolvorear, ni remover, ni moverme, ni vivir sin involucrarme, ni mancharme, ni llorar sin que se me corra el rimel. Qué pasa, soy así. Para eso está el jabón, para lavar aquello con lo que la vida me pringue.

Y puede que tampoco sepa cómo hacer para estirar las 24 horas de un día, y me tropiece y vaya corriendo a todos lados. Y claro que abarco demasiado, y quizá ni siquiera sea lo suficientemente competente como para encender un horno viejo y gruñón, pero tú ven un día a contarme que no sabes cómo hacer para tirar. Tú dime un día que quieres correr y no sabes ni hacia dónde, tú dime que no sabes dónde estás…Y yo te señalaré mi Norte.

Ey, tú, vecino, deja de mirarme la frente con cara de tocino. Y dime, ¿a qué has venido? No, no tengo molinillo. Pero si quieres te puedes llevar los pedazos de la que era, de la que tenía amarrada en el bolsillo y que rompí cuando descubrí mi nueva. Es más salada, sí, pero menos buena.

S.S

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