sábado, 22 de enero de 2011

Castillos de cartón

En algunas fotos tenías la carita triste. La misma que cuando hacíamos el amor. Te quitabas la ropa con pereza y resignación y yo te miraba y veía tu carita triste y la pena infinita me invadía. Recuerdo que entonces te abrazaba y hablábamos un rato y tu tenías que convencerme para que lo hiciéramos pero yo ya no quería e intentaba que hablásemos de cualquier cosa pero tú tampoco querías hablar. Sería mentira si dijera que estabas a millas de allí, no, estabas bien dentro de esa habitación. Tu depilación era casi perfecta.

Otras veces sin embargo, casi podías aullar de alegría, a veces querías jugar, a veces tenías mejor ánimo, sí, que días más buenos. No siempre los aprovechábamos, pero venías caminando por el pasillo como un gato y por un momento todo volvía a empezar. Nos lo pasábamos bien. Otras veces con tu carita triste, yo te decía mientras volvías a ponerte las bragas, ¿sabes lo que estaría genial? montar una maqueta y tu sonreías como si un hijo imaginario te dijera que quiere ser astronauta. Y decías, sí, claro. Y yo te decía, tengo un libro de cuando era pequeño que tiene las páginas como de cartulina y bueno, es para construir un castillo. El libro son las páginas y en cada página viene no sé, una pared del castillo, un torreón. Solo se necesitan tijeras y pegamento. Tu sonreías pero no decías nada. Yo haría lo que fuera para quitarte la carita triste. Y iba corriendo a buscar el libro y hablaba a gritos contigo desde mi habitación ¡Creo que lo tenía por aquí! como si te informara de grandes noticias y tu mientras seguías tumbada en la cama, como un monumento al hastío mundial, mirando al techo y teniendo la mente completamente en blanco.

Los días que estabas contenta no había tiempo para construir castillos de cartón, me cogías de la mano y me llevabas a algún sitio y hacíamos el amor allí. Muchas veces en un lugar público. Otras simplemente íbamos a ver una película que habías visto en cartelera. Ninguna de las dos cosas me gustaba. No soy de hacer el amor donde alguien pueda vernos y bueno, el cine tampoco me apasiona pero lo hacía por temor a que volviera tu carita triste, supongo que lo notabas de alguna forma ya que siempre volvías a casa más apagada de lo que salías.

A veces me tiraba un rato largo buscando el libro de los castillos de cartón pero tú también aguantabas bastante tiempo en cama. Bueno, si yo tardaba mucho tu acababas por incorporarte, te ponías una camiseta blanca y te acercabas a la cocina a poner agua a hervir, buscando té decías ¿quieres uno? con voz callada, flojita. Y yo te decía que no y seguía buscando en mi habitación ¡ah! creo que ya sé donde puede estar. Tu carita triste era imborrable, esperabas a que el agua hirviera mirando por la ventana de la cocina la carretera general.

No creas que te lo echo en cara, sé que hacías esfuerzos titánicos por estar contenta. Algunos días suspirabas en el espejo y venías a la habitación con una extraña energía sugestionada y me proponías algún plan absurdo. Muchas veces no aguantabas la emoción durante mucho tiempo y para el final del desayuno ya se profetizaba una carita triste, un polvo casi necrófilo después de comer.

Cuando era pequeño jamás construí uno sólo de los castillos de cartón del libro, me agobiaba la idea de que algún día se acabasen, que algún día no tuviera la posibilidad de construir uno más y por eso me conformé en mi infancia con pasar las páginas del libro e imaginarlos mentalmente montados, formando en fila uno tras otro, grandes, majestuosos. Cuando llegué a mayor, me di cuenta de que por miedo a que se me acabaran, nunca había construído ninguno y ya de mayor perdí interés en ellos. Pero fuímos construyéndolos cada vez que había una carita triste, cada vez que escapabas la mirada, tumbada boca arriba en la cama.

Toda la agonía del mundo se concentra en la cara triste de una mujer desnuda, el retrato con el que aprendes lo que significa amante. Mi ordenador está lleno de fotos tuyas y mías, algunas desnudos y en estas sueles tener la carita triste, clavando las garras de la humedad en los huesos de cualquiera que se atreva a ver la imagen. Te fuiste el día después a que el libro se quedara sin hojas y jamás te he vuelto a ver. En parte sé que es porque estás sonriendo o intentándolo por ahí y yo no estoy hecho para verte con otros ojos. Yo no tenía más castillos para ti y tú agotaste tus caras tristes. Y me invade (por fin) el agobio de no poder construir ninguno más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario