lunes, 21 de febrero de 2011

Pastas para té.

No sé. Hay veces que ves cómo los renglones de la historia se van escribiendo solos y eres incapaz de hacer nada para impedirlo. A veces, en el centro de todo lo que sientes, reside un enanito gruñón engullendo todo aquello que te rellenaba por dentro. Y en su lugar, queda un hueco, y materia inerte. Y te vas pudriendo, lentamente.

Las personas, vienen y van. Las personas, rara vez se quedan por mucho tiempo. Es curioso, cómo podemos sentirnos hasta las cejas de miseria porque un mísero ser humano ha decidido que pedir perdón y arrepentirse es indignante. Y sin humildad alguna, exacerba su ego y sus necesidades elevándolas por encima de cualquier otra cosa en el Mundo, quedando así el resto reducido a ceniza y a escombros, cuando su hambre egoísta, se despierta para devorar sin piedad.

Y es por ello, por lo que mi coraza se tambalea, fina ya, y pide a gritos un refuerzo. He ido a la ferretería más cercana, en busca de algo para apuntalarla y evitar que se desmorone, pero me han dicho que no existen remiendos de metal para el corazón, y que buscara en una pastelería algún tipo de guinda que coronara el pastel. Así lo he hecho, y la pastelera, amable, me ha enseñado un surtido de pastas para té, con frutas confitadas rojas y verdes, que (según me ha asegurado) son capaces de edulcorar cualquier tipo de evento, situación, boda y/o bautizo con resultados sorprendentes. Cansada ya de buscar, las he comprado, todas, todas las que había en la tienda y he salido rauda a casa para prepararme una buena taza de té, rojo, en el que se me han colado algunos posos, rebeldes.

He probado la primera, con un trozo de guinda roja en el centro. En el primer mordisco no he notado nada, una pasta como cualquier otra, que se deshace nada más la tocan los dientes y que endulza hasta empalagar cuando la lengua roza la fruta. Sin más. El segundo bocado me ha bastado para terminar con la galleta. Y he seguido sin percibir mejoría, mis ojos seguían notando la presión de lo imposible que sucede y mi cabeza intentaba liberarla con un denso palpitar en las sienes.

Tras varios sorbos, para tragar el nudo de la garganta, he decidido descolgar el teléfono. He marcado. He articulado algunas frases cortas de ayuda y ahora estoy esperando, con una taza de té que se está quedando fría y una bandeja llena de pastas inservibles que no valen ni para quitar el mal sabor de boca que deja el día a día.

La sangre, no tiene porqué darte vida. A mí, me la quita.

La sangre, es el lazo que más sufre.

La sangre, te ata, te encadena y te impide ver.

La sangre deja todo ensangrentado, larga masacre, de rojo sagrado.

Y sagrado era, lo que ahora está destruido. Y me acuerdo del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y de la Madre de todos ellos. Y de sus muertos también. Que no tienen culpa los pobres, lo sé. Pero después de gastarme 30 euros en pastas, y de estar hasta las narices del Mundo, de la Historia, de aguantar carros, carretas y picas, blasfemar es de lo poco que me queda. Y blasfemar, ahora, es lo único que sé.

Ven pronto.

Amén.

"S.S"

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